Bueno, todo el mundo tiene su blog y yo sigo con el papel y la birome (que después de la devaluación ya ni es Bic)así que he decidido no quedarme atrás y dejar de arrugar las hojas

martes, 22 de mayo de 2007

De cómo manejar un bondi se volvió rentable (el curro de los colectiveros)


Viajar en interurbanos siempre fue algo molesto cuando el horario de uno coincide con el de muchas otras personas que están deseosas por volver al hogar. A esa hora nunca importa si uno tiene que aguantar como un atún adentro de esa lata que son los bondis. Algunas personas – y yo me incluyo-, prefieren caminar un poco hasta una parada donde no haya gente, cosa de poder encontrar un asiento e ir con la retaguardia apoyada sobre esos comodísimos bancos. Los choferes saben eso y, desde que el boleto cuesta $ 1,60, tienen la excusa perfecta para "hacerle el vuelto" a todos. Las cosa es así: el viajante viene con un billete de dos pesos, generalmente mal trecho y con olor a muchas manos y se lo entrega al colectivero. El chofer, a continuación, saca la frase del librito: "mamita, no tengo monedas, esperá que ya te voy a dar -y no aclaran qué-". También está la que es para el bolsillo del caballero: "macho, esperá que no tengo cambio". Ahí, el estafado pone su mejor cara de resignación y busca un asiento. Claro que si conoce de estas cuestiones, no elegirá un asiento de adelante, sino los del medio o los del último. Eso es porque siempre que uno elige uno de los primeros corre el riesgo de tener que ceder el lugar a una señora a punto de parir o, en su defecto, a un abuelo viejito, de esos que si uno tiene un pelo de humanidad no dejaría que viaje parado.
Cuando por fin uno elige un asiento y se acomoda lejos del chofer, las ideas empiezan a girar en la cabeza (el efecto "samba" del ómnibus ayuda) y se van lejísimos de los 40 centavos del vuelto. Después de media hora de viajar el almuerzo está organizado, el fin de semana resuelto y el mundo arreglado; de las cuatro moneditas de 10 nadie se acuerda.
Pero pasa algo raro cuando el recorrido está por terminar. Uno viene colgado en la grosería que leyó en la puerta de algún baño cuando de pronto se da cuenta de que faltan cinco metros para la parada donde uno debe bajar y, para colmo, hay que esquivar los otros atunes que están parados en el pasillo y que hacen difícil la llegada hasta el timbre que le avisa al chofer que tiene que parar.
Como los colectiveros son personas que viven apuradas, el distraído viajante baja rápido porque sospecha que si las patitas son lentas las puertas se cierran y ¡plum! una cuadra más o un alboroto en el pasillo del ómnibus.
Por fin, pies en tierra y ojos en billetera, uno se acuerda de las cuatro moneditas y de la madre del pobre chofer que también es distraído y se olvidó del vuelto. El viajero hace cuentas y piensa en el camino: "¡pucha, qué buen oficio es ser colectivero!".

jueves, 17 de mayo de 2007

Atardecer de un fin de semana no agitado


12.50. Alegría. Flor mira el reloj y sabe que su fin de semana recién comienza. Baja, como siempre, los escalones de dos en dos, pero a diferencia de los otros días de semana, recorre las escaleras con una sonrisa particular, una risita de día viernes.
Mientras camina con su novio hasta la parada del bondi, piensa en lo que harán el fin de semana. Cree que alguien va a reabrir La Zona (con otro nombre, claro, pero siempre es “La Zona”, que se reinventa), así que le dice a su compañero que podrían ir ahí. “¿Hay reggae, verdad?". Sí, hay reggae y los dos tienen ganas de bailar un poco. No lo piensan mucho y deciden encontrarse al día siguiente, a la hora de la fiesta.
Se despiden cuando llega el ómnibus, ella sube tarareando: “piensa siempre más y más/ será por el aburrimiento/ subte línea B/ y yo me alejo más del suelo/ yo me alejo más del cielo”, pero el colectivero no entiende que Sumo se reunió ni que Luca no se murió y la interrumpe para cobrarle el boleto. Después mira el pasillo (mira por lo que pagó) y se fija en los asientos con los forros de cuerina negra, gastada y rota; piensa que le harían falta algunos –muchos- retoques mientras elige el asiento menos feo, al último, al lado de la ventana. De todas formas, el estado de la catramina en la que viaja no le importa porque hoy es viernes y ningún colectivo destartalado podría cambiar eso. Llega a su casa y la comida se demora un poco. Aprovecha y sube para abandonar su cuaderno hasta el lunes bien tempranito.
Cuando baja hasta el comedor, su almuerzo está servida en su lugar; su hermano mellizo la espera y empiezan la pelea diaria por el control remoto. Llegan a un acuerdo: ven un canal de videos musicales. Después de comer, Flor decide aprovechar la siesta, salta a su cama y desacomoda el cubrecama. Prende el equipo de música que está al lado y escucha un disco de Los Redondos; busca “Un ángel para tu soledad” ( “es tan simple así/ no podés elegir/claro que no siempre ¿ves?/ Resulta bien”, piensa sobre lo que es enamorarse), lo escucha dos veces, se cansa de tanta filosofía barata y decide dormir.
Media hora después su amiga Verónica la despierta para tomar mate y conversar. Se quedan hasta tarde. Cuando se despiden, Flor va al videoclub. Tiene ganas de ver Cinema Paradiso, que es una de las películas que más le gustan; está la Naranja Mecánica también, pero Kubrick le parece muy violento para un viernes. “Mejor Toto y Alfredo”, dice en su soliloquio. En su casa pone el DVD y la música de Morricone hace que los pelitos de los brazos se le pongan de punta, termina de ver el film y le parece, como la primera vez que lo vio, algo genial. Después se va a dormir, cerca de las tres de la mañana.
El sábado empieza azul, tranquilo. Se levanta tarde, justo a la hora de almorzar (acaso un poco después, para no poner la mesa). Está de buen humor, busca cocucha efervescente y por suerte la encuentra, porque su hermano aún tiene los párpados pegados por la fiesta que tuvo la noche anterior. Piensa que hoy le ganó de mano y eso la divierte.
Luego busca en su pieza el libro que está leyendo. No lo encuentra en ningún lugar, hasta que decide arriesgarse a mirar debajo de su cama. Efectivamente, ahí está, entre medias sin pares y pelusas aparece “Ada o el ardor”, lee un ratito, pero se duerme.
Se levanta tarde y aturdida por tantas horas de sueño. Ve que la pantalla de su celular le avisa que tiene cinco llamadas perdidas. Se fija y son todas de su chico. Lo llama, le explica que había estado durmiendo y que por eso no contestó. Después de las disculpas arreglan para encontrarse en el centro. “¿Te parece bien a las 11.30 en la San Juan y Muñecas?”, propone Flor y su novio acepta. Se encuentran casi a la hora acordada –él llegó cinco minutos tarde, ella un poco más-. Caminan un rato por la peatonal, que hasta hace algunas horas era un hormiguero de gente empujándose entre sí, pero que ahora está tranquila, solitaria, sólo con un puesto de flores abierto y algunos perros que husmean en la basura; a ella le encanta caminar cuando esas callecitas están así, cuando la hora le echa Raid al hormiguero y lo vacía. Cuando se cansan del paseo, deciden comenzar la fiesta. Van despacito y de la mano hasta la calle San Juan al 700, pagan la entrada y recorren el patio que tantas veces los recibió en alguna fiesta. Adentro está tocando Gran Valor, ellos escuchan un cover de un tema de Marley y se mueven como todos, lentos y tranquilos. El calor hace que el novio de ella junte el valor para enfrentarse a esa fila eterna de gente que, como ellos, quiere calmar el calor con una cerveza bien fría. Odia esperar, pero por suerte los que se encargan de los vasos – llenos de espuma, siempre- son rápidos. En 15 minutos consigue las bebidas y puede volver con su chica que baila al ritmo jamaiquino. Toman rápido las bebidas y sienten un humo como familiar, así que deciden salir al patio. Conversan un poco y deciden entrar nuevamente al salón cuando El Barco del Abuelo comienza a tocar. Flor quiere otra cerveza y no le importa esperar; camina decidida hasta la fila y descubre entre las caras que están en la barra a un amigo. Le hace señas y en cinco minutos vuelve a estar con su chico.
La noche termina, por ley, a las 4 Am y, por hoy, deciden no poner “palos en la rueda” y volver temprano. Buscan un taxi y Flor vuelve a su casa, su chico la acompaña y luego él también regresa a su hogar.
Cuando empieza el domingo, los pájaros –sí señor, aunque usted no se fije, en la ciudad los pájaros también trinan- le dan su réquiem al buen humor que la chica con el pelo rojizo tenía anoche mientras bailaba reggae. Completamente conciente de que el domingo llegó –lo sabe por esa tristeza inexplicable e inexorable que la invade puntual cada “día del Señor”- piensa que le gustaría estar en otro lugar, en Madrid, en Paris o en Ginebra, aunque después piensa que hasta en Ginebra los domingos deben tristísimos, igual que en Tucumán.
Abre los ojos para ver el color del día y aprovecha para estirar la mano y prender un cigarrillo. Fuma y escucha música, “Just a perfect day” para empezar, pero sabe que este no va a ser un día perfecto y que eso de “un domingo sin tristezas” sólo puede pasar si uno hace “bang bang bang” y se transforma en una hoja seca que cae. La idea no le interesa por ahora así que se levanta de la cama. El pie derecho sobre la alformbra bordó, después el izquierdo, leugolevanta toda la osamenta sobre sus piernas. Baja despacio, no saluda. Su mamá la conoce, sabe que después de un rato se le va a pasar el mal humor. Busca el diario y lo lee callada, no tiene ganas de comentar ninguna noticia con nadie.
Su mamá le dice que van a ir a comer a la casa de un tío, pero ella le contesta que no quiere, que se queda en casa. “Vayan ustedes, yo voy a cocinar algo para mí”, dice para tranquilizar a la vieja. Toda la familia, salvo ella, parte hacia la casa del tío. Flor aprovecha y pone bien fuerte la música. No cocina nada, va al kiosco y compra unos triangulitos de ternera y queso. Después viene su amiga Verónica para tomar mate. Conversan y después llega el chico de la chica que no quiere que lleguen los domingos. Se abrazan y no saben cómo se hace de noche. No fue un domingo tan lento, pero ella se acuerda –con muchas malas palabras de por medio- de que tiene que escribir una redacción en tercera persona sobre su fin de semana. Empieza a escribir y su día se termina, para colmo se olvidó de ir a misa.